El símil no habría podido proyectar mayor similitud. El anuncio del proyecto de modernización fiscal fue como el de una tormenta que se aproximaba al suelo nacional con vientos huracanados.
Los ciudadanos sucumbieron, víctimas del pánico y la incertidumbre. No era para menos. Luego de 36 meses consecutivos de inflación, percibían inquietantes nubarrones en el horizonte.
Su primera reacción fue de autodefensa. Procuraban protegerse de las agresivas alzas de precios de la carne de res y de cerdo; de las habichuelas; del aceite; de la batata y de la piña. De ahí, la ola de cacerolazos.
Cuando tomaron conciencia de que los nuevos gravámenes se extenderían al pago anual del impuesto sobre la propiedad inmobiliaria de bajo costo; que también sería para los marbetes de los vehículos en circulación; y hasta para las compras por internet de menos de 200 dólares, el ánimo empezó a encolerizarse, haciendo más ruidosos los cacerolazos.
La ira popular alcanzó su clímax cuando el pueblo no fue advertido de que tendrían que pagar más por el agua en botella, la leche maternizada, los útiles escolares; y para colmo, por los servicios funerarios.
Algo parecía oler mal, y no era precisamente en Lisboa. El nerviosismo y el desconcierto se esparcían a escala nacional. La convocatoria a vistas públicas se convirtió en un verdadero ejercicio de catarsis.
Ante un panorama tan sombrío, con el mar embravecido y el cielo en tinieblas, el representante del Ejecutivo pronunció un discurso tan breve, quizás, como el de Lincoln en Gettysburg, para informar que había escuchado el clamor popular y, por consiguiente, retiraba su plan de modernización fiscal.
¡Bravo! Las aguas volvieron apaciguarse, los vientos se disiparon y el sol volvió a brillar.
El Cabo de Cañón
En su novela, El Noventa y Tres, el poeta, dramaturgo y narrador francés, Víctor Hugo, relata, entre verdad histórica y ficción, los trágicos acontecimientos acaecidos hacia 1793, la época del Terror de la Revolución francesa.
La trama empieza cuando una corbeta transporta al marqués de Lantenac, un radical opositor de la revolución y apasionado partidario de la monarquía.
El marqués llevaba el propósito de sublevar una importante región de Francia y colocarse al frente de una revuelta contrarrevolucionaria que desalojaría del poder a la joven república gala.
Para garantizar su seguridad, en caso de que alguna embarcación de la marina contraria apareciese, la corbeta disponía de 30 cañones bien amarrados, cada uno con su respectivo guardián.
De repente, en medio de la travesía oceánica, un ruido terrible, seguido de gritos de espanto, surgió del interior de la corbeta. Algo aterrador había ocurrido. Uno de los cañones había roto sus amarras.
De manera inesperada, el cañón cayó sobre un grupo de hombres, como un artefacto demoledor, destrozándolos. El cañón iba y venía. Su fuerza ciega, su cólera incontrolable, había causado graves estragos a la embarcación
El panorama era desolador. El responsable fue el cabo de cañón, al incurrir en la negligencia de no colocar el clavo en la cadena de amarre y no sujetar bien las ruedas del cañón.
Honor y Muerte
Recuperado de su desbarajuste inicial, el capitán de la nave ordenó tomar todas las medidas necesarias para detener la furia de la bestia de acero. Pero nada funcionaba. Nada lo detenía. Cada nuevo movimiento del cañón amenazaba con hacer zozobrar la embarcación.
El miedo se esparció como pólvora entre los miembros de la tripulación. Al carecer de nuevas iniciativas, decidieron encomiar sus almas a Dios. Fue entonces, en medio de esa escena de devastación que, de repente, un hombre apareció para enfrentar el drama interminable.
Era el cabo de cañón, el mismo cuya inacción había desencadenado la desventura. Quería reparar lo acontecido. Estaba dispuesto hasta morir en el empeño, con tal de salvar la embarcación.
Armado de una barra de hierro, en su mano izquierda, y una especie de lazo de metal en su mano derecha, se lanzó a un duelo contra la bestia de acero. Fue, como cuenta el genial novelista francés, una lucha feroz entre el hombre y la máquina.
El artillero desafiaba al cañón. Pero este se arrojaba a toda velocidad contra su antiguo guardián. El marino lo esquivaba. Pero era el ir y venir. La máquina de hierro le causaba nuevos destrozos a la nave y amenazaba con aplastar a otros miembros de la tripulación.
En medio del duelo titánico, en el que parecía que la máquina destrozaría al artillero, un anciano apareció en la proa. En forma sorprendente, lanzó un gran saco de equipaje que detuvo a la maquinaria de la muerte.
Entonces, aprovechando la circunstancia, el marinero colocó la barra de hierro sobre los rayos de la rueda del cañón, le tiró el lazo y lo amarró. El duelo había terminado.
Los miembros de la tripulación se precipitaron a felicitar al valiente compañero que había logrado evitar el naufragio y salvar la operación.
El anciano que había hecho aparición en la proa había sido el marqués de Lantenac. Lo había observado todo. Sabía que el cabo de cañón, si bien, con valentía, había evitado el hundimiento de la corbeta, también, debido a su negligencia fue el causante de la tragedia.
Hizo un llamado a los artilleros a formar filas y prestar armas en honor al hombre que los había salvado. En medio de la alegría colectiva, fue condecorado. Pero, inmediatamente, también sentenció: ese hombre, por su irresponsabilidad puso en peligro a todos. Por tanto, debe morir. Ordenó que fuese fusilado.
Un grupo de hombres, en medio de la tristeza, fue escogido para ejecutar la orden. Un ruido de ráfagas puso fin a la vida del cabo de cañón. Sus restos fueron lanzados al mar.
Una lección se desprende. Se reconocen las buenas acciones. Se sanciona la ineptitud.
@LeonelFernandez
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