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jueves, 13 de noviembre de 2025

El desgarro público de un arzobispo

En un hecho de una crudeza inédita para la Iglesia católica dominicana, que parece quebrar la discreción que tradicionalmente rodea sus asuntos internos, el Arzobispo metropolitano Francisco Ozoria ha mostrado claro repudio ante una decisión papal.
Literalmente , ha cruzado un umbral crítico al revelar públicamente, y con un disgusto que no busca disimular, que la Santa Sede lo ha despojado de sus poderes de gobierno.
Esta no es una mera queja privada. Es un grito de desahogo dirigido a "mis hermanos y amigos", una carta que deliberadamente omite al Papa León XIV.
En ella, Ozoria no solo anuncia que ha sido suspendido, sino que trata de desmontar, pieza a pieza, la decisión vaticana.

Al especificar que la potestad de su arquidiócesis ha sido plenamente conferida a su sustituto, monseñor Carlos Tomás Morel Diplán, expone una fractura de autoridad para todo el que quiera verla.
El núcleo del desafío reside en la interpretación que Ozoria hace de la medida. La atribuye, sin ambages, a una acusación de "mala administración".

Acto seguido, con la precisión de quien presenta su defensa ante un tribunal de la opinión pública, añade el dato crucial que convierte su respuesta en un reclamo:
"Nunca se me amonestó o advirtió". Esta no es la aceptación silente de un castigo; es la protesta de un hombre que se considera condenado sin juicio previo.

La gravedad del momento se realza al recordar el escándalo del ex nuncio Józef Wesolowski, pero la distancia es abismal.
Aquel fue un caso de crimen y condena judicial; este es un conflicto de gobierno, de autoridad y de lealtad.

Ozoria, al ventilar este forcejeo interno, no solo adelanta el fin de su ejercicio episcopal, sino que cuestiona la equidad del procedimiento.
Sus palabras finales, de una carga emotiva y simbólica profunda, sellan este relato de martirio administrativo.

Al evocar las palabras "el Obispo debe tener vocación de mártir" y citar al Cardenal Ouellet diciéndole "Usted tiene muchos enemigos", para concluir con un lapidario "Han vencido los enemigos", el arzobispo eleva su caso de una sanción disciplinaria a una batalla épica contra adversarios ocultos.
Acepta, sí, "en obediencia". Pero es una obediencia que llega después de haber puesto en tela de juicio, ante el mundo, la justicia de la decisión.

En este gesto de sumisión forzada y queja pública reside lo verdadero insólito: la sombra de una rebelión, no violenta, pero sí profundamente desafiante, que deja al descubierto las grietas de un poder eclesiástico que prefiere actuar en las sombras y que ahora se ve forzado a la luz por la voz de uno de los suyos.

Tomado del editorial de
El desgarro público de un arzobispo
de la fecha ;-
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