No es una metáfora. Es una sentencia de muerte que se ejecuta a diario en medio de la indiferencia y la impunidad.
La historia de Lisbeth no es un caso aislado. Es el síntoma más brutal de una enfermedad terminal.
Una joven de 24 años ingresó para una cesárea y salió con una perforación intestinal, 1800 CC de heces fecales esparcidas en su cavidad abdominal y un peregrinaje por unidades de cuidados intensivos que más bien parecían cámaras de tortura.
Su relato estremecedor -de diagnósticos negligentes, de ecografías que no le mostraron, de “aseos” con sábanas sucias- es solo la crónica de un error médico.
Las emergencias hospitalarias, lejos de ser refugios, se han convertido en antesalas del abandono.
Cuando la demanda supera brutalmente la capacidad -médicos, equipos, insumos-, el triaje se decide por inercia: quien llega en estado crítico espera, o muere en el intento de llegar a otro centro.
El fantasma de los falsos positivos y negativos campa a sus anchas, induciendo tratamientos quirúrgicos o farmacológicos inadecuados que, lejos de sanar, mutilan y condenan.
La higiene se sacrifica, el control de infecciones es una quimera y el paciente se transforma en un daño colateral de un sistema que no da para más.
Y en el centro de este huracán de negligencia, ¿dónde está la voz del Colegio Médico Dominicano? Su silencio es ensordecedor.
Mientras cuerpos como el de Lisbeth Suriel acumulan evidencia de impericia y desatención, las luchas gremiales parecen ancladas en reclamos salariales, evadiendo su corresponsabilidad histórica frente a esta crisis.
Es hora de debatir esta situación, de exigir rendición de cuentas y de recordarles a quienes tienen el poder de cambiar las cosas que los hospitales no pueden seguir siendo fábricas de dolor, donde la vida pende de un hilo y la dignidad es la primera baja.
La historia de Lisbeth nos interpela a todos: su dolor es el nuestro, y su lucha por la verdad debe ser la bandera de una sociedad que se niega a normalizar la muerte evitable.
Tomado del editorial de
de la fecha ;-
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