❝Libre-Mente❞.》》》
Gilles Lipovetsky es el último profeta de lo efímero. Explorador y visionario del triunfo avasallante de la frivolidad, de lo insustancial y del ideal hedonista. Cuando a principios de los años ochenta, en su ensayo La Era del Vacío (1983), divisaba la nueva arquitectura del mundo, algunos intelectuales lo etiquetaron de extremista con visos de ingenuidad. Pero el tiempo, las circunstancias, le han hecho justicia a una mente brillante, a un intérprete instruido, cabal y sustancioso.
Aquel texto, tentadoramente reflexivo, prefiguraba, a pasos adelantados, el otro universo en ciernes de la sensación y la seducción posmodernas. El enfoque, premonitorio y valiente, resignificaba un análisis que, como extenso preámbulo, enmarcaba los presagios conceptuales de la hipermodernidad consumista y del hiperindividualismo narcisista. Comenzaba aquí, propiamente, el examen hermenéutico y peculiar del capitalismo de la seducción.
Era la iniciación del culto neoliberal, camino a convertirse ya más que en receta económica en una nueva religión política. Porque, a parte del telos económico, la mayor proeza neoliberal ha sido la capacidad de imbricarse en la pauta de una estética pegajosa que abarca y sustrae en todos los órdenes sociales. Lipovetsky entendió, primero que muchos, cómo los grandes relatos ideológicos de la historia sucumbían ante los livianos valores individuales. Que el modelo vencedor impondría otra versión acerca del éxito, capitaneado ahora por el propio individuo. Traspasando, en ese vuelo de fascinación, instituciones como la familia, la escuela, las relaciones de pareja, el matrimonio, la política, todo…
Vaticinó, valiéndose de su aguda intuición, el triunfo de la ligereza; la victoria aplastante de la vida fácil y la liviandad existencial. Su obra, desde entonces, ha discurrido agregando páginas que imprimen valor y volumen a la inquietante disquisición que se genera en torno a la hipermodernidad y su torrente de expresiones inéditas y provocadoras.
Toda doctrina, por progresista, prometedora o religiosa que fuese, queda descalificada ante el temblor del placer inmediato y la embestida del consumo incesante. Frente al confort y el ocio todo se tambalea. El aditamento tecnológico facilitará el empuje descomunal, el armamento suficiente para hacer trizas cualquier destello de invitación a mirar el pasado. O sobre cualquier otro costado diferente de la historia presente. Porque este tiempo de plenitud rápida y goce simpar había presentado credenciales convincentes para volverse, de alguna manera, insustituible.
Y junto a esta morada o catedral del consumo, una serie de manifestaciones contagiosas tocarían todos los campos de lo público y lo privado. Comprometiendo el exterior (estético) y el interior (psíquico) del individuo, convertido enseguida en hiperconsumidor acabado.
La democracia, su conjunto de valores, experimentó una renuncia a los deberes cívicos y abdicó de compromisos colectivos supremos. Quebrada, sin remedios oportunos, quedó invalidada por las oleadas crecientes de viejos y nuevos populismos, de todo color, de toda laya. Atiborrada por las promesas de una flamante felicidad política que, a todas luces, se salía de su naturaleza histórica y dominio real.
Para construir el relato perfecto, hubo de incubarse un nuevo tipo de ciudadano, por fuera del ideal y del contrato político. Un sujeto que Edgar Cabanas y Eva Illouz (2019), categorizan de resiliente, determinado, automotivado, egocéntrico, emprendedor, algo narcisista y gestor de sus emociones. Emparejada a este sujeto ensimismado fue apareciendo la ciencia de la felicidad. Con sermones viscosos, regios consejeros y guías triunfales. Rebosantes de éxitos inmediatos y triunfos personales, cada vez más individuales. El slogan de ese ciudadano modélico siempre será: “Solo de ti depende ser feliz”.
Con tantas mercancías emocionales disponibles para esa empresa de la felicidad, el sistema democrático, gastado en su núcleo, se equipará a un entorno lúdico de realización individual, para el deleite y la despreocupación. Aventura y redención que, según el dueto arriba señalado, no puede tener otro nombre que no sea la happycracia esnob.
¿Cómo cambiar este estado de vaciedad? Aquí, un Byung-Chul Han menos optimista sostiene que vivimos un tiempo de no-revolución: Entre las veleidades de una rebeldía cool y las pasiones modificables de alguna indignación light. Porque la revolución (tecnológica) de ahora, al decir de Beck (1998), nos llega con pasos de gatos y a golpes ligeros de seducción.
En este orden floreciente de la happycracia, lo colectivo, sea justo o no, sufre el desprestigio y la mofa. Erosionado, escarcea en el reino banal de una ego-cracia satisfecha y holgada, pero sin los otros. El ideal de la vida hedonista campea avituallado por el escudo de la banalidad y el arte de lo simple.
La indiferencia moral se apodera del ciudadano común en diferentes estratos y niveles sociales. Cualquier discurso político genera repugnancia o rechazo, y el sujeto, zarandeado en su propia casa, se acomoda a la superficialidad, la trivialidad y la falta de pertenencia. Bauman (2016) lo describe con una frase condensada: La conversión de la política en un espectáculo público que llega a producir sufrimiento privado.
Por cualquier costado ideológico que se la mire, la utopía, antes que construir un mundo mejor, presagia por doquier el derrumbe de la política. Y cede todo su peso y espacio al mercado consumidor. Evento que Lipovetsky tipifica como la verdadera etapa de la postpolítica. Una democracia fisurada, sin o con muy pocos ciudadanos comprometidos. ¿Por qué en tantos países la democracia pierde apoyo, y un régimen de fuerza atrae adeptos con una almibarada despreocupación?
Ahora toda suerte descansará en una poderosa industria de la felicidad que provee la exultante política de las emociones. Ajena a los compromisos primordiales y vaciada de discursos fundamentales. Acá toda relación se vuelve flexible, sin importar el nivel de seriedad que involucre. La familia misma se ha descentrado para comportarse, muchas veces, como un lugar más de afectos filiares…
Frente a todo ello, los intelectuales, situados en el páramo de la sordera social, perecen de desatención o consumidos en la apatía. Algunos acuden al mimetismo de las redes, tratando de evitar el anonimato académico o la muerte virtual. Sin embargo, pese a la curiosa industria de la felicidad que provee el aparato tecnocrático y el devocionario consumista, todavía no logramos borrar la inestabilidad, los abundantes lazos rotos, el serial de frustraciones, la decepción generacional, ni las depresiones epidémicas.
Pues, en resumidas cuentas, ni somos más felices hoy, ni estamos consumiendo menos ansiolíticos.
@nieves_rd
nievesricardord@gmail.com
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